Bajo la tenue luz de las velas en el funeral de su amigo, Raúl se encontraba perdido en sus pensamientos, enfrentando la cruda realidad de su propia mortalidad. Observaba a los asistentes, sus rostros compungidos y sus lágrimas sinceras, mientras se preguntaba qué legado dejaría él cuando llegara su momento final.
Entre la multitud, una joven bailarina se acercó al ataúd y depositó una rosa roja sobre él. Sus pasos gráciles y su mirada melancólica atrajeron la atención de Raúl, quien recordó su pasión perdida por el ballet en su juventud. Un impulso repentino lo invadió, una chispa de inspiración nacida en medio del luto.
Decidió que era hora de honrar la memoria de su amigo de una manera inesperada. Desempolvó sus viejas zapatillas de ballet, sintiendo el peso de los años en cada fibra de su ser. Con determinación en los ojos, se puso de pie y dio el primer paso vacilante hacia el centro de la sala, donde la música de Tchaikovsky comenzaba a sonar en su mente.
Los presentes observaban con incredulidad a Raúl, cuyo cuerpo envejecido se movía con una gracia olvidada. Sus movimientos torpes se transformaron en una danza llena de emoción y nostalgia, como si las alas de una mariposa hubieran vuelto a desplegarse después de décadas de letargo.
En ese momento, Raúl entendió que el arte del ballet no conocía límites de edad ni de tiempo. Era un reflejo de la vida misma, un recordatorio de que, incluso en la oscuridad de la pérdida, siempre hay espacio para renacer y encontrar belleza en medio del dolor. Como una mariposa, Raúl se elevaba hacia lo desconocido, listo para dejar una huella imborrable en el lienzo de la vida.