Bajo el manto de la noche estrellada, el joven rey observaba desde lo alto de su montaña la escena que se desarrollaba a sus pies. Los maestros, con túnicas de colores brillantes, trabajaban en los campos con ahínco, arando la tierra con habilidad y precisión. Mientras tanto, las bestias, con ojos alerta y músculos tensos, vigilaban los patios con una fidelidad inquebrantable.
Pero algo no encajaba en ese cuadro idílico. El rey podía percibir la tensión en el aire, la intranquilidad en los corazones de sus súbditos. ¿Qué era lo que los perturbaba? ¿Acaso la calma aparente escondía una tormenta por llegar?
Fue entonces cuando una figura encapuchada emergió de las sombras, con pasos sigilosos y mirada avizora. Su presencia provocó un murmullo entre los presentes, quienes intercambiaron miradas cargadas de significado. El rey sintió un nudo en el estómago, una premonición de peligro inminente.
La figura encapuchada se detuvo frente al joven monarca, desvelando un rostro marcado por la determinación y la malicia. Con una voz fría y cortante, pronunció palabras que hicieron temblar los cimientos de aquella montaña sagrada. El equilibrio se rompería, las lealtades se pondrían a prueba y el destino del rey se vería condenado a una encrucijada de la que tal vez no habría retorno.
La noche guardaba secretos oscuros, y el joven rey estaba a punto de descubrir que ser coronado no era solo un privilegio, sino también una maldición.