Bajo el cielo azul brillante de la escuela secundaria, dos destinos se entrelazaron de una manera inesperada. María, una joven solitaria y callada, cargaba sobre sus hombros un misterio que nadie podía descifrar: ella no sabía lo que era la felicidad. Por otro lado, Pablo, el chico más popular y extrovertido del colegio, sentía una atracción magnética hacia María, movido por un impulso inexplicable de querer enseñarle lo que significaba ser feliz.
Día tras día, Pablo se acercaba a María con una sonrisa cálida y palabras amables, intentando romper las barreras que ella misma se había impuesto. Con el tiempo, María comenzó a abrirse lentamente, revelando capas de dolor y tristeza que habían estado enterradas en lo más profundo de su ser.
Pablo se convirtió en su confidente, su apoyo incondicional, su razón para creer en un mañana lleno de luz y alegría. Juntos, exploraron momentos simples pero maravillosos: paseos por el parque, charlas hasta altas horas de la noche, risas compartidas que rompían el silencio abrumador que solía envolver a María.
Poco a poco, los muros que María había construido a su alrededor comenzaron a desmoronarse, dando paso a un torrente de emociones largamente reprimidas. Y en medio de esa vorágine de sentimientos, María finalmente comprendió lo que era la felicidad: no era un destino lejano e inalcanzable, sino un viaje interior lleno de amor, amistad y autodescubrimiento. Y eso, solo lo pudo entender gracias a la luz que Pablo le mostró en su oscuridad.