El sol caía implacable sobre el castillo del Gran Duque, iluminando los pasillos oscuros y llenos de secretos. Ariel, ahora convertida en la joven dama de la mansión, se encontraba explorando las habitaciones con las llaves que le habían sido otorgadas. Cada puerta que se abría revelaba un nuevo misterio, un nuevo tesoro oculto.
Mientras caminaba por los pasillos, escuchó un susurro proveniente de una de las habitaciones olvidadas. Intrigada, se acercó lentamente y giró la pesada llave en la cerradura. Al empujar la puerta, un destello dorado la cegó momentáneamente. Cuando recuperó la visión, quedó boquiabierta ante la vista de incontables joyas y tesoros antiguos.
En medio de la habitación, descansaba un cofre adornado con incrustaciones de rubíes y zafiros. Con manos temblorosas, Ariel levantó la tapa y se encontró con un pergamino antiguo. Al abrirlo, leyó con asombro las palabras escritas con una caligrafía elegante: "La verdadera heredera del Gran Duque".
Su corazón latía con fuerza mientras las piezas del rompecabezas empezaban a encajar. ¿Qué significaba todo esto? ¿Acaso ella no era solo una niña de diez años? ¿Estaba destinada a reclamar un legado que no le correspondía?
La incertidumbre y la emoción se entrelazaban en el pecho de Ariel, mientras se daba cuenta de que su vida en el castillo del Gran Duque estaba lejos de ser lo que parecía. Los secretos del pasado comenzaban a desenterrarse, y con ellos, un futuro incierto se perfilaba en el horizonte.