En un atardecer neblinoso, el padre angustiado se arrodilló ante el templo de Mt. Mountain, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. Sus ojos reflejaban la desesperación y la esperanza al mismo tiempo, mientras observaba las sombrías siluetas de la montaña. De repente, un ruido como un susurro resonó en el aire y una figura enigmática emergió de la penumbra.
El anciano, con ojos que parecían contener siglos de sabiduría, miró fijamente al padre y pronunció palabras que lo estremecieron hasta lo más profundo de su ser: "El destino ha sido sellado. Si tu hijo padece una enfermedad grave, el elegido para descender será un niño pequeño... un niño cuyos ojos brillan como estrellas en la noche".
El corazón del padre se aceleró aún más, temeroso de lo que eso significaba. Sin embargo, el destino ya estaba escrito y en ese preciso instante, una luz cegadora iluminó el templo. Cuando el resplandor se desvaneció, una figura menuda y radiante se materializó ante sus ojos, con unos ojos azules tan profundos como el océano y una sonrisa misteriosa en los labios.
Era Sora, el guardián de la montaña, aquel que decidiría el destino del hijo del padre. Con paso firme, Sora se acercó al hombre y le susurró al oído unas palabras que estremecieron su alma. El padre sabía que había comenzado una travesía que desafiaría su fe en el destino y en el amor de un padre por su hijo. Los ojos de Sora brillaban con una luz sobrenatural mientras observaba al hombre, pronosticando un futuro incierto lleno de secretos y peligros.
El destino del hijo, del padre y de Sora se entrelazaban en un baile de tristeza y esperanza, donde solo el más valiente podría salir victorioso. ¿Podría el padre salvar a su hijo, o caería presa de las fuerzas oscuras que amenazaban con separarlos para siempre?