En una noche oscura y silenciosa, Gabriel caminaba por los pasillos vacíos de la antigua iglesia. Su mente atormentada por recuerdos dolorosos que lo perseguían sin piedad. Había buscado refugio en la fe, en la esperanza de que la redención viniera a calmar su alma herida.
Fue entonces cuando lo conoció, a la luz mortecina de las velas, Paulo apareció como un ángel caído. Su mirada profunda lo atravesó como una daga y despertó algo en lo más profundo de su ser. Gabriel, aunque sabía que era peligroso, no pudo evitar sentirse atraído por él.
Paulo, con su sonrisa encantadora y palabras suaves, se acercó a Gabriel como un depredador acechando a su presa. Sabía los secretos que Gabriel guardaba en lo más recóndito de su ser, conocía sus miedos y deseos más oscuros. Y sin embargo, Gabriel no pudo resistirse a su influencia.
Poco a poco, Paulo tejió una telaraña de engaños y manipulaciones a su alrededor, envolviendo a Gabriel en una maraña de pasión y peligro. Sus encuentros clandestinos revelaron una verdad aterradora: Paulo no era quien decía ser, y sus intenciones eran tan siniestras como la noche misma.
Entre el amor y la traición, Gabriel se debatía en un torbellino de emociones encontradas. ¿Podría resistirse a la seducción de Paulo, o caería en sus garras como una presa indefensa? La sangre del sol, testigo mudo de su tormento, presenciaría el desenlace de esta danza mortal entre el bien y el mal.